“Ya estoy cansada de ser fría
y de correr río
abajo. Dicen que soy necesaria. Pero yo
preferiría ser hermosa. Y encender
entusiasmos. Y hacer arder
el corazón de los
enamorados y ser roja y cálida. Dicen que yo
purifico lo que toco, pero más fuerza
purificadora tiene el fuego.
Quisiera ser fuego y llama.”
Así pensaba en septiembre el agua
de un río de montaña.
Y, como quería ser fuego, decidió escribir
una carta a Dios y pedir que
cambiara su identidad.
“Querido Dios: Tú me hiciste agua. Pero
quiero decirte con todo respeto que me he
cansado de ser transparente.
Prefiero el color rojo para mí.
Desearía ser fuego. ¿Puede ser?
Tú mismo, Señor, te identificaste con la zarza
fuego en la tierra. No recuerdo que te
compararas con el agua.
Por eso, creo que comprenderás mi deseo. No
es un simple capricho. Yo necesito este
cambio para mi realización personal...”
El agua salía todas las mañanas a su orilla
para ver si llegaba la respuesta de Dios.
Una tarde pasó una lancha muy blanca y dejó
caer al agua un sobre muy rojo.
El agua lo abrió y lo leyó:
“Querida hija: me apresuro a contestar tu
carta. Parece que te has cansado de ser agua,
yo lo siento mucho porque no eres un agua
cualquiera. Tu abuela fue la que me bautizó
en el Jordán, y yo te tenía destinada a caer
sobre la cabeza de muchos niños. Tu preparas
el camino del fuego. Mi espíritu no baja a
nadie que no haya sido lavado por ti. El agua
siempre es primero que el fuego.”
Mientras el agua estaba embebida leyendo la
carta, Dios bajó a su lado y la contempló en
silencio. El agua se miró a sí misma y vio el
rostro de Dios reflejado en ella.
Y Dios seguía sonriendo,
esperando una respuesta.
Ella comprendió que el privilegio de reflejar
el rostro de Dios, solo lo tiene
el agua limpia...
Suspiró y dijo: “Sí Señor, seguiré siendo
agua, seguiré siendo tu espejo. Gracias.
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