Un hombre estaba pasando por un momento difícil de su vida. Anímicamente, se sentía decaído, y últimamente todo le había salido pésimo. Por eso, decidió tomarse unos días de vacaciones y salir a pasear con su familia por el interior del país.
Una vez arreglados los detalles y ya en la ruta, su mente recorrió todos los sinsabores que la vida le había deparado durante los últimos meses.
La esposa iba sentada en el asiento del acompañante y sólo rompía su silencio para retar al hijo que saltaba en el asiento trasero. La tristeza de su marido había terminado por contagiarla.
El, mientras manejaba, empezó a recordar otros episodios más lejanos en el tiempo: su casamiento por la Iglesia, el bautismo de su hijo, la educación cristiana que se propuso darle, las reuniones en la parroquia y otras cosas que él había ofrecido a Dios.
Esas imágenes aparecieron en su mente, porque se contradecían con lo terrible que era su vida últimamente: la muerte de sus padres, los problemas laborales y económicos, la ruptura con sus amistades, la pérdida del segundo embarazo de su esposa y los problemas familiares, entre otras cosas, lo sumieron en una gran oscuridad que le hizo replantearse un montón de cosas, entre ellas, su relación con Dios...
Si Dios había estado tanto tiempo con él, ¿por qué lo había abandonado? ¿Sería que nunca lo había acompañado? ¿Sería que vivió engañado, con un Dios que lo había dejado librado a su suerte?, o ¿sería una ilusión y Dios era un invento que nunca existió en realidad?
Mientras se desgarraba por dentro con sus razonamientos, el hijito disfrutaba enormemente de los rayos del sol que entraban por el vidrio trasero. Hacía sombra con sus pequeñas manos y oía como su padre protestaba por la congestión de tránsito en la ruta, en lugar de sonreír (como lo hacía antes con sus juegos).
De repente, el niño abrió grande sus ojitos, pues entraron en un túnel, y como el tránsito estaba lento, tardaban en salir de él. Pasaban los minutos, que para el niño eran siglos, pues extrañaba la luz que le producía alegría. Su preocupación iba en aumento. En su hermosa inocencia y candidez, se preguntaba si alguna vez volvería a ver el sol, y aunque no fuera tal, se sentía en la más absoluta oscuridad. La tristeza y el miedo se fueron apoderando de él, y hasta sentía ganas de regañar al sol por no estar allí.
Cuando estuvo a punto de ponerse a llorar, un brillante rayo de luz lo estremeció. El túnel había quedado atrás. La luminosidad le parecía enormemente más fantástica que
antes, pues el tiempo de oscuridad le hacia disfrutar ahora mucho más de la luz. Y, mirando hacia atrás, veía al enorme sol que siempre había estado brillando sobre el túnel.
Entonces, con gran alegría, dijo a papá: -¡Qué tonto! Pensé que el sol no saldría más-.
Y el padre, luego de unos segundos volvió a sonreír...
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