Resulta extraño, pero cierto es que ninguno de los discípulos de Jesús esperaba que él, después de su muerte vergonzosa en la cruz, resucitara. La muerte fue temida por ellos y la resurrección descartada. Ellos debían haberla esperado puesto que el Maestro les habló en muchas ocasiones acerca de ella. Oyeron, pero no comprendieron, parece ser lo que ocurrió.
La verdad es que después de su muerte todos sus seguidores más cercanos huyeron al perder toda ilusión. Los antiguos pescadores volvieron a la orilla del mar para reanudar sus antiguas labores; todo había sido una experiencia transitoria, llena de sueños, pero con un triste final.
Este sabor a derrota abrumaba a dos de los suyos cuando Jesús los encontró mientras caminaban rumbo a Emaús, una aldea situada a más de 11 kilómetros al noroeste de Jerusalén. El sentimiento de fracaso acompañaba las conversaciones de estos dos caminantes quienes, aun sabiendo que unas mujeres no habían encontrado el cuerpo de Jesús y que un ángel les había anunciado su resurrección, no creían. «Nosotros teníamos la esperanza de que él sería el que había de libertar a la nación de Israel. Pero ya hace tres días que pasó todo eso» (Lucas 24.21).
Ni siquiera la presencia física de Jesús fue suficiente para que de una vez por todas ellos creyeran: «Y cuando vieron a Jesús, lo adoraron, aunque algunos dudaban» (Mateo 28.17). ¿Y qué tal el caso de Tomás, mejor conocido como «el incrédulo»? Fue a él a quien Jesús le dijo: «Mete aquí tu dedo, y mira mis manos; y trae tu mano y métela en mi costado. No seas incrédulo; ¡cree!» (Juan 20.27).
Pero algo extraordinario sucedió a aquel grupo de débiles creyentes y es que Jesús, por medio de sus más de diez apariciones demostró haber vuelto a la vida. Fue esa experiencia de encuentro personal con el resucitado la razón de su cambio radical. La resurrección, entonces, pasó a ser la característica más sobresaliente de la predicación de esos primeros cristianos: anunciaron la victoria de la vida sobre la muerte; el triunfo de la esperanza; el comienzo de la vida nueva, y la certeza de nuestra resurrección.
Cristo resucitó. El efecto destructivo de la muerte ha sido vencido por el poder de la vida otorgada por Dios. El mal y la muerte no dictan, pues, la última palabra. El reino de Dios ha certificado ser la razón final de la historia.
Jesús se levantó de los muertos. El mismo que murió en la cruz abandonó la tumba y está con nosotros. El amor de Dios y su justicia triunfaron sobre la muerte y la injusticia; también la verdad y la libertad triunfaron. Su reino se ha inaugurado. ¿Qué nos queda a nosotros sino optar por ese reino y comprometernos en favor de sus valores? La solidaridad, el amor y el servicio son los rasgos que identifican una vida resucitada. ¡Vivamos así! «Pues por el bautismo fuimos sepultados con Cristo, y morimos para ser resucitados y vivir una vida nueva, así como Cristo fue resucitado por el glorioso poder del Padre» (Romanos 6.4).
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